
Si no hubiera sido por el descuido de Alejandro Arenas, su mejor amigo en el colegio Carlos Albán Holguín de Bosa, en Bogotá, Daniel Martínez sería jugador de fútbol y no ciclista, o por lo menos habría intentado llegar al profesionalismo. Alejandro había quedado en recogerlo en la puerta de la casa para ir juntos a inscribirse en una escuela del barrio, pero ese domingo, el último día para anotarse en la lista, Arenas olvidó lo acordado. La inútil espera generó rabia y la cólera se transformó en zozobra. Apenas tenía 13 años, un amor por Atlético Nacional más grande que su cuerpo y la idea de vivir por siempre pegándole al balón Jeison, su hermano mayor, lo vio tan pesaroso y frustrado que lo invitó a montar bicicleta hasta el Alto de Rosas, para que el viento en la cara borrara esa nostalgia alimentada por varias horas y así apaciguar la pena. En silencio y obediente, Daniel se subió como pudo en una cicla de hierro que no tenía freno trasero, descarrilador ni tensor, y sin importar esas carencias se fue a practicar un ciclismo precario pero puro. Ese día terminó con las manos llenas de grasa, pues cada vez que la carretera se inclinaba tenía que poner pie en tierra, soltar la rueda trasera, cambiar la cadena de piñón y arrancar de nuevo. Con esa disposición al sacrificio se ganó el respeto de Jeison y, de paso, cada repuesto que le sobraba a su hermano. Reciclando partes —usaba un marco para una persona de 1,80 metros de altura y él medía apenas 1,67—, Daniel tuvo una bici funcional para ir a la vereda San Miguel, subir a Patios o ir hasta La Calera. En una de sus primeras salidas sin acompañante pisó un charco en un repecho y cuando intentó meter el tenis de nuevo en el calapié, la suela del zapato resbaló y se clavó unas puntillas que había detrás del pedal. El reguero de sangre que salía de su tobillo no lo asustó, pero sí lo alarmó, ya que el goteo era cada vez más intenso. Para ahuyentar el dolor, certero y profundo, pedaleó más rápido. Con más corazón que piernas llegó a la casa y haciendo las veces de enfermero se aplicó isodine para desinfectar la herida y se tapó como pudo con un esparadrapo que había en el improvisado botiquín. A la mañana siguiente se aseguró de tener bien ajustadas las correas y entrenó como si nada. La tortura lo educó, le enseñó en apenas unas cuantas montadas la dureza del ciclismo.
En ese momento el procedimiento engorroso de cambiar la relación no era necesario, pues Daniel andaba con la solidez de un motor en marcha utilizando un plato con 42 dientes sin importar el piñón. “Las piernas me daban y prefería no bajarme para no perderle la rueda a Jeison”.
Con cada kilómetro recorrido, el fútbol pasó a ser algo efímero, así como las idas a la tienda de Nelson Henao y Adriana Marín, donde ayudaba en las ventas a cambio de que lo dejaran ver los partidos de Nacional. Tampoco volvió a comerse los dulces, los Todo Rico y las galletas de leche que compraban sus padres, Guillermo y Blanca, para vender afuera de los colegios. Por el contrario, la necesidad de tener implementos deportivos despertó una astucia maliciosa.
